EL ÚLTIMO CONNOISSEUR
In memoriam
Carlos Rodríguez Saavedra
Carlos Rodríguez Saavedra
Notas preliminares para una revaloración personal
Gustavo Buntinx
A los 101 años de edad, Carlos Rodríguez
Saavedra ha muerto.
Lo conocí. Lo traté. Lo entrevisté.
Varias veces, allá por la década de 1980.
Entre otros motivos, por la inauguración de la
Pinacoteca del Banco Central de Reserva, hoy Museo del Centro (MUCEN), cuya
creación fue sin duda uno de sus logros mayores.
Tuvo otros, varios.
La galería que él fundó, y que llevaba su
nombre, fue un lugar de excepción en los complejos años de la dictadura militar
de Juan Velasco Alvarado.
Desde allí apoyó los desarrollos tempranos de
jóvenes como Bill Caro o José Tola (lo cual le hizo blanco de alguna
difamación). Y mantuvo el interés por figuras como las de Fernando de Szyszlo.
Acogió además a
Tilsa Tsuchiya, entre tantos otros. Inauguró la sala con los sutiles paisajes
costeños de Reynaldo Luza, nada menos. Sus gustos eran por lo general sobrios.
Y refinados.
“Delicado” es la palabra que solía rondar las
apreciaciones sobre su persona. Y su estilo.
También en lo asociable a sus escritos, que
mantuvieron siempre un tono literario muy propio, un registro sensible personal
e intransferible.
Tal vez ello mismo lo llevaría a retraerse, con
la llegada de los nuevos aires.
A mí me escuchaba con algún desconcierto. Como a
todos los que entonces explorábamos reflexiones alternativas sobre la plástica
contemporánea mientras el Perú entero empezaba a arder.
Desde la teoría social del arte, digamos.
Recuerdo cuando intentaba explicarle por qué el
precio era un elemento cosustancial de la obra, y no una anécdota
circunstancial, como él sostenía. Me escuchaba incrédulo, pero siempre amable,
para luego tan sólo responder: “tenemos visiones absolutamente opuestas”.
Y cambiaba el tema, hablándome, tal vez, de
España.
Y de los toros (“cada vez más grandes”).
Nosotros, por otro lado, quedábamos intrigados
por su dedicación literaria al elogio de la chirimoya, verbigracia. Y otras
gracias que sólo en mi ancianidad propia empiezo a comprender.
Algo de todo ello se respira en el cuadro de
Francisco Abril de Vivero que lo retrata, aún joven, en 1954. Sentado, sereno,
con la frente luminosa. Lo más expresivo, no obstante, son sus manos de
creador. Al fondo, un caballete y un bodegón, en el que resalta la presencia de
una tela, en rima incierta con aquellos dedos. Una manta andina. Acaso
prehispánica. (Rodríguez Saavedra creía en la continuidad milenaria de lo
peruano).
Sus mejores años estaban aún por delante.
Tres décadas después él se sentía ya, sospecho,
distinto, distante, de aquello en lo que la discusión cultural había
desembocado. (A veces creo, ahora, compartir ese sentimiento. Aunque por otras
razones).
¿Cómo recuperar su legado para una revisión
actual?
Sus escritos, felizmente, han sido recopilados
en vida, pero no del todo contextualizados. Recuerdo alguna discrepancia
pública, mía, hacia sus argumentos líricos en apoyo al proyecto del segundo
belaundismo para un nuevo Museo Nacional de Arqueología que no llegaría a
edificarse. Más difíciles de reconstruir son las sugerencias silenciosas de sus
textos. Como las que yo mismo calladamente sentía al revisar sus ensayos sobre
pintura y provincia, entre otros temas que a casi nadie parecían entonces
interesar. Pero en los que a nosotros se nos iba la vida.
Sabíamos, sin embargo, que sus aportes no eran
los de la erudición sino los de la sensibilidad.
Alguna vez le pregunté qué estaba en ese momento
investigando.
Me miró con extrañeza, frunciendo casi
irónicamente sus legendarias cejas.
“¿Investigando?”, me dijo, con cierto
tono muy limeño en la voz.
Entonces lo comprendí todo.
Carlos Rodríguez Saavedra no investigaba.
Êl conocía (con
cursivas, por favor).
Una categoría ––antes esencial
en las artes–– que los tiempos han desvanecido.
Para bien y para mal.
Carlos Rodríguez Saavedra, el
último connoisseur.
Paz en su tumba.
( F I N )